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Historias espeluznantes

La Llorona

La Llorona es uno de los personajes más populares y míticos de la cultura mexicana, aquel malévolo espectro resentido que llora a los mismos hijos a los que ahogó, pero quizá no todo el mundo ha vivido una historia que le hiciera evocar a la mente este fantasma. Todas estas historias varían según el lugar donde las escuches, ya sea en distintas localidades de México, en otros países latinos o en regiones del sur de los Estados Unidos. Sin embargo, en todas ellas se trata del espíritu de una mujer que asesinó a sus hijos después de que su rico marido la abandonase.

Los orígenes de La Llorona no están del todo claros y muchos la identifican con mitos trágicos en los que aparecen personajes femeninos que lloran la muerte de sus hijos, pero a día de hoy, no se sabe a ciencia cierta dónde ocurrió realmente o dónde se forjó la leyenda. Algunos la relacionan con la Malinche, quien fue la mujer nahua que dio a luz al hijo de Hernán Cortés. Allá donde estés te dirán que la historia sucedió en ese mismo sitio, en la orilla más cercana del mar, del río o del lago más próximo.

Lo cierto es que muchas personas afirman haber sufrido experiencias extrañas cuando eran niños. Esto mismo le ocurrió al pequeño Carlos, quien no creía en las advertencias y las historias que sus amigos e incluso los adultos de su pueblo le contaban. Pensaba que simplemente eran bulos, falacias inventadas para que los niños no anduvieran solos por la noche y obedeciesen a sus padres, pero nunca imaginó que detrás de toda historia se esconde, por lo menos, algo de verdad.

Todo se remonta muchos años atrás, cuando en los poblados coloniales que se acabarían transformando en lo que México es hoy en día, todavía convivían nativos y conquistadores, como había sido el caso del pueblo de Carlos.

En aquel entonces, una joven llamada María destacaba en el poblado por su belleza y mantenía embelesados tanto a los indígenas como a los colonizadores españoles que también habitaban la región. Todos los días bajaba a buscar agua al río junto a su abuela y notaba cómo se clavaban en ella todas las miradas conforme caminaba.

Ella pensaba que era demasiado hermosa como para casarse con cualquier joven de su poblado y le prometía a su abuela: “Abuelita, cuando me case, lo haré con el hombre más rico y guapo del mundo”. La anciana, sabia donde las haya, siempre le respondía: “Caras vemos, corazones no sabemos, querida. Es más importante un corazón bonito que un rostro bonito”.

Finalmente, como había prometido, María acabó casándose con la persona más rica del poblado, un conquistador fuerte, elegante y apuesto con el que tuvo dos hijos. Los primeros años fueron felices, pero el español no tardó en volver al mar y a la vida errante. Se ausentaba durante meses, solo regresaba para ver a sus hijos y jugar con ellos durante el día y por la noche se emborrachaba con sus amigos. Ya no sentía interés alguno en ella.

María comenzó a escuchar rumores que sugerían que su marido pensaba abandonarla y casarse con una joven rica de otro país, lo único que le impedía hacerlo eran sus dos descendientes a quienes tanto quería. María cada vez sentía más celos, no solo de las mujeres del poblado, sino también de sus propios hijos.

Cierto día, desde la puerta de su casa, vio aparecer a su marido en un carruaje acompañado de una bella dama. El hombre se detuvo sonriente para hablar con sus hijos y ni siquiera le dirigió la palabra a su esposa. En un arrebato de ira ciega, María se llevó los niños arrastras hasta el río donde siempre iba a buscar agua de joven y se sumergió agarrándolos de los brazos entre lágrimas de dolor. En cierto punto, María recobró la cordura, pero la corriente ya era demasiado fuerte y simplemente pudo observar cómo se alejaban sus hijos hacia las profundidades. Ella trató de salvarlos sin éxito y terminó ahogándose en el intento.

Desde entonces, los lugareños de aquel pueblo pueden escuchar llantos entre los árboles de la orilla y muchos afirman haber visto una mujer pálida vestida de blanco y completamente mojada. “Mis hijos”, se puede escuchar entre los llantos, “¿dónde están mis hijos?”. Con el paso del tiempo, dejaron de llamarla María y comenzó a conocerse como La Llorona.

Carlos estaba convencido de que esa historia no era real. “Cuando oscurezca”, le decía su madre, “La Llorona saldrá a buscar a sus hijos y, como te encuentre, se te llevará al río”, pero una tarde se quedó jugando hasta tarde. Cuando sus amigos le advirtieron de que estaba anocheciendo, el decidió quedarse solo y escuchó los llantos de La Llorona. Sintió el viento estremecerse, los animales inquietarse y escuchó “¡Mis hijos!”. Una mano fía como el hielo se posó en su hombro y Carlos echó a correr sin mirar atrás. De no ser por las marcas rojas de los cinco alargados dedos que quedaron para siempre impresas en su piel, nadie le habría creído nunca.